La furgoneta, por José Antonio Vergara Parra

La furgoneta

Serían las tres y cuarto de la tarde. No recuerdo bien si era miércoles o jueves pero sí que el calor era sofocante, hasta el punto de que, aun en reposo, costaba respirar con normalidad. Entre mi lugar de trabajo y mi casa habrá trescientos metros; tal vez, algo más. Mi trabajo goza de ciertas ventajas que todos ven, y de incontables servidumbres que casi nadie vislumbra. Una percepción, supongo, que muchos experimentamos de igual o parecida manera pues tendemos a erigirnos en el ombligo del mundo. Excepto un reducidísimo conjunto de personas que, bendecidas por el tesón, los dones y una necesaria dosis de fortuna, se ganan la vida haciendo lo que aman, el resto, es decir la inmensa mayoría, a galeras a remar.

El aire caliente, al entrar en los pulmones, me generaba una sensación de ahogo. Durante las anteriores siete horas permanecí sentado, salvo un fugaz receso en el que tomé un café y estiré las piernas. El aire acondicionado de la oficina solapaba la humedad y el bochorno de la calle.

Los escasos segundos que empleé en transitar el paso de cebra me fueron suficientes para percatarme de aquella furgoneta. Blanca, ajada. Parada, en espera de que la luz verde del semáforo permitiera su paso. No debía funcionar el aire acondicionado pues todas las ventanillas habían sido arriadas. Conté hasta ocho personas; el conductor, su acompañante y seis personas más dispuestas de dos filas con tres asientos cada uno de ellas. Todos varones, de nacionalidad marroquí o argelina.  Todos llevaban gorras, blancas unas, de color otras. Vestían camisas de manga larga, seguramente para proteger la piel de aquel sol inmisericorde. Siendo yo una persona más bien despistada, resulta sorprenderte cómo, a veces, el cerebro capta tantos detalles en tan efímeros instantes. Desconozco los resortes y estímulos del cerebro que explican semejantes episodios de lucidez. Dos detalles removieron mis entrañas. Sus cuerpos estaban radicalmente quietos y sus caras revelaban un cansancio extremo.

Esta vida es dura para todos, también para ellos pero yo regresaba a mi casa, junto a mi familia y al cobijo de un techo. No sé si será el caso pero me consta que muchos temporeros tienen a sus familias muy lejos y carecen de los más elementales medios con los que dulcificar las cruces del día. Les he visto durmiendo en coches, con las puertas abiertas en espera de alguna corriente de aire, y con las ventanillas y lunas cubiertas de cartones. En días tórridos, les vi sentados en el suelo con las espaldas apoyadas en alguna pared bendecida por la sombra.

No busco culpables pero necesito gritar, aunque sea de esta forma sorda. Un grito de rabia, de impotencia y tristeza. Me imagino en sus tesituras y la mera conjetura me retuerce el alma con lo que mi tribulación aumenta, aunque sea estéril. Gracias a ciezanos que exponen su hacienda, tienen un trabajo y un jornal que les son negados en sus lugares de origen; no olvidemos esto jamás. No haré demagogia con esto, como con nada. O eso intento cada día. La demagogia es la opinión que desdeña, por diferentes razones e intenciones, todos las caras de un prisma y, en consecuencia, destila razonamientos falsos por incompletos o capciosos. La apatía por conocer más en detalle la realidad o la búsqueda interesada de conclusiones afines a creencias predeterminadas son, por lo común, las flaquezas del populista. Yo también lo he sido a veces y sospecho que volveré a pisar ese mismo charco mas sólo me resta luchar con ahínco contra ello.

Poco importa que en aquella furgoneta hubiera marroquíes o argelinos; podrían haber sido españoles, rumanos,  ucranianos o búlgaros. Lo que en verdad importa es que todos ellos ganan un jornal con un sufrimiento sólo comparable a la dignidad de la brega. Una ocupación limpia y honesta; franca de engaños y ardides que avergonzarían a la decencia ética. Un trabajo donde sus manos ásperas y fuertes dibujan en el aire el verbo que ni el mejor poeta podría igualar.

Hoy les he hablado de una furgoneta real colmada de seres humanos reales, pero podría hablarles de todos los que, como mis protagonistas, ganan el pan de sus casas con virtud y decencia. Pues, en realidad, a todos ellos dirijo mis pensamientos. A todos los que perdieron para ganar; sí, en efecto, a los que claudicaron ante pérfidas contiendas y permanecieron fieles a sus conciencias. A todos los que renunciaron a medallas y  compensaciones manchadas de indignidad. Aunque no nos convenga, jamás desoigamos nuestras respectivas conciencias que, como centinelas inmortales, nos advierten del mal y del bien.

Por todos ellos, que son legión silenciosa y mayoritaria, siento un insondable respeto y cercanía. Al fin y al cabo, siempre quise ser uno de ellos. Como el agricultor que cosecha su siembra e implora al cielo, como el ganadero que cría y alimenta a sus ovejas, como el médico que jamás renunció a su humanidad, como el ingeniero que no aceptó economías que implicaran riesgos para el buen fin de sus proyectos, como el albañil que levanta un edificio como si fuera para sí mismo, como el bombero que libera cuerpos de entre el metal retorcido, como el policía que reprende al malhechor y ayuda al manso, como el político que trabaja por y  para el pueblo. Oficios dispares, retribuciones distintas y reconocimientos sociales igualmente desiguales pero un denominador común: integridad.

Esta sería la cara de una moneda de permanente curso legal. En su cruz hallaremos a los canallas que, desde torreones públicos y privados, vendieron su alma al diablo para llegar tan alto y aún más para mantenerse. No me malinterpreten. En términos convencionales, el triunfo personal no está en entredicho; en absoluto. La sociedad anda muy necesitada de vencedores honestos pues sus frutos alcanzan a muchos.

Mi desdén va dirigido a los tramposos, a los que mienten a sabiendas traicionando la confianza depositada y comprometiendo las vidas y sueños de sus semejantes; a los que cogen o malgastan lo que no es suyo; a los que, pudiendo, niegan las plusvalías a sus obreros mientras para ellos se reservan sonrojantes retribuciones;  a los directivos que, un día sí y otro también, exprimen las fuerzas de los que reman en galeras; a los correveidiles que, a cambio de una compensación económica anestesiante, trasmiten a una tripulación, cada vez más exhausta, órdenes e indicaciones que sodomizan los principios  básicos de la ética.

Mi desdén más enérgico va dirigido a todos aquellos que, por sus palabras, silencios y obras, mancillan la dignidad de aquellos ocho marroquíes o argelinos, que a las tres y cuarto de una tarde canicular, permanecían inmóviles y rotos sobre los asientos de aquella furgoneta blanca y ajada. Cuerpos rotos pero conciencias inmaculadas. Bien sé que la conciencia no compra comida ni un techo bajo el que guarecerse del sol, la lluvia o el frío. Mas como el ingenuo que siempre he sido y que necesito seguir siendo, sueño con el día en el que ni uno solo de nuestros semejantes pase hambre, sienta frío, carezca de un techo en el que criar a sus hijos o vea amenazada su dignidad. Tal vez ese día no llegue jamás pero, al menos, permitan mi grito de impotencia y esperanza a la vez.

 

 

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